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Las madres y la guerra
28 de junio de 2018

Por Guy Briole


Conferencia pública sobre « Las madres y la guerra »
Lo desconocido de las madres del soldado desconocido

Auditorio Torre de la Memoria - Biblioteca Pública Piloto

Lo desconocido de las madres del soldado desconocidoNada es comparable con la guerra, pero lo que ella revela es cuán semejantes son los hombres. Son semejantes y es por eso, entre otras cosas, por lo que continúan combatiéndose en todo tipo de guerras. No piensan en el fin. Por el contrario, su imaginación se extiende hasta un horizonte infinito.

Para entrar, sin tardar, en el meollo de la cuestión que vamos a abordar hoy, retomaré un pasaje de una Conferencia pronunciada en la Universidad del Claustro de Sor Juana, en México, el 30 de septiembre de 2016, titulada "El cuerpo del enemigo". "Los hombres y la abyección de la que pueden ser capaces permanecen a través de los siglos. La guerra no explica nada, tan solo delimita un contexto donde lo peor del hombre se desencadena contra su semejante. Lo hace muy singularmente estragando y devastando el cuerpo del enemigo mediante actos bárbaros con carácter frecuentemente sexual. Es un más allá de la perversión, es a la vez la depreciación del otro -casi siempre femenino- y la destrucción real de la matriz, lo que está en el origen de la vida. Antes o después de que ellos mismos se hayan enfrentado cuerpo a cuerpo, el cuerpo de las mujeres y de las madres es el espacio adonde los hombres llevan sus guerras."

Vamos a centrar nuestras observaciones sobre las madres en la guerra; pero, como ustedes comprenderán, eso nos llevará inevitablemente a hablar también de los padres.

 

Madres frente a la guerra, madres de la guerra

Tutti fratelli es el grito que Henry Dunant, el fundador de la Cruz Roja Internacional, lanzó en Solferino, en el campo de la espantosa batalla que libraron las tropas de Napoleón III y Francisco José I de Austria, y que en un día, el 24 de junio de 1859, causó 40 000 muertos y heridos.

Tutti fratelli, todos hermanos, todos hijos de una madre, pero no de la misma. Cabe decir, de entrada, que en las guerras, en una misma guerra, el significante madre no es unívoco; abarca extremos que este calificativo, madre, no permitiría imaginar.

Todos los que participan en una guerra tienen una madre; cada uno la suya. El significante madre no nombra un universal; por el contrario, el plural sugiere la idea de diversidad: de lugar, subjetividad, compromiso, resignación, lucha implacable, etc. Es lo que desarrollaremos en esta Conferencia.

 

Una aversión a la guerra

Se ha podido caricaturizar a las madres, inmovilizándolas en la representación del dolor por el hijo que se ha ido a la guerra, considerándolas como ya de duelo por el que han perdido por adelantado: pietà admirable por haber brindado su hijo a la nación.

No es seguro, ni mucho menos, que las madres amen las guerras. Geneviève Fraisse se pregunta más bien lo contrario: "¿Y si las madres detestasen las guerras?"[1] Considera que las mujeres de finales del siglo XIX y principios del siglo XX fueron engañadas por lo que una sociedad en movimiento les proponía, al involucrarlas en la alegría de la "revolución" donde sus luchas feministas encontrarían su lugar. Se encontraron confrontadas a la obligación de "aceptar la guerra".

Frente a la guerra, dicho con más precisión, frente a la voluntad decidida de los hombres de guerrear, las mujeres habrían quedado desarmadas, realmente sin armas para frenar a los hombres, locos o conscientes, valientes o cobardes, para impedir que partiesen para el combate –a veces con alegría, como en 1914–, dejando atrás mujeres y niños, por un ideal patriótico triunfante.

Si bien estas mujeres fueron desarmadas, no quedaron sin recursos cuando se trató de reaccionar. Madeleine Vernet –educadora, militante para la paz– lo dice así: "nos quedaba aún una tarea, una tarea sagrada e imprescriptible: salvar a los niños del desastre"[2]. ¡He aquí a la mujer suplantada por la madre!

Otra interpretación es posible si se considera que la reacción de las madres puede ser también una respuesta a la inconsecuencia de los padres, los cuales dejan los niños a su cargo. Entonces se perfilan dos vertientes: la vertiente madre, el ocuparse de los niños, y la vertiente mujer, la lucha política. Es la respuesta de las mujeres de principios de siglo a esos padres que "van a hacerse matar con alegría": los niños serán el porvenir del país. Ocuparse de ellos, educarlos, es hacer política. Ya sea en el campo, ya sea en las fábricas, las mujeres sostienen la actividad económica y forman a la juventud. Su objetivo es asegurar la continuidad y la actividad económica del país, y también preparar la "revancha" de la guerra; pero, según Madeleine Vernet, "no la de los patriotas, sino la del espíritu sobre la barbarie"[3].

Frente a la guerra una mujer parece más desarmada; ésta es la estampa popular que la realidad de las guerras pasadas y aún recientes no ha logrado desmentir.

 

Madres del efecto de la violencia

Para las mujeres embarazadas por la violencia física de una violación por parte de un soldado enemigo o un colectivo, el niño puede aparecer como lo que presentifica las violencias que ellas han padecido. La existencia real de este niño les puede asustar tanto más cuanto, como todo niño, demandan contacto y el seno para ser alimentados, horrorizando a estas madres con su demanda devoradora. Podría ser vivido como un extremo de la violencia sádica oral, presentificada por, como lo dice Lacan, "la presencia de la garganta abierta a la vida"[4].

De hecho, pueden hallarse diversas variantes, según el entorno de estas madres y su cultura. Existen sociedades, comunidades, donde el niño nacido de una mujer es el niño de la comunidad. Entonces, tanto la madre como el niño son acogidos y sostenidos. En otras, madre e hijo pueden ser rechazados en bloque. Algunas veces uno de ellos es rechazado, pero el otro no, poniendo a ambos, madre e hijo, en peligro.

La cuestión no se limita a la integración social o comunitaria. Es el niño mismo, el que puede ser vivenciado como "extranjero" respecto a la madre, por la propia madre. Ellas hablan a veces de él como un ser "extraño" y –puede parecer sorprendente– aprenden a amarlo así: "Puedo ocuparme del niño de una amiga, de una vecina. Luego me digo a mí misma que este niño, que es 'mío', lo puedo amar también así… ajeno a mí misma."

Otras madres forman un "bloque" con este niño, forman Uno contra la violencia del mundo, con la idea de salvarse de a dos, más allá del genitor, al cual borran cuanto se pueda para mantenerlo en un anonimato que cubra la violencia que está ligada a él y, a la vez, para dejar una posibilidad de hacer del niño un objeto amable. Hay otra figura que las guerras presentifican y que desplaza el genitor hacia un hombre que ellas eligen convertir en padre sin que él se entere, aunque, a veces, el padre investido adopta al niño de esa mujer a sabiendas, como si fuera suyo. Subrayemos que las guerras no son indispensables para eso.

 

Los hijos de las madres

El guerrero moderno, como el de ayer, no escapa a la regla definida por Georges Dumézil: nadie hace la guerra por sí mismo, sino siempre por cuenta de otro[5]. Mejor dicho, de un Otro. Allí donde se cree único, no es de hecho más que un instrumento en lo colectivo. Un instrumento de guerra que, hoy en día, provisto de protecciones y equipado por la electrónica, se siente invencible y no puede pensar más que en la muerte del otro. Este guerrero moderno podría ser uno de estos hijos de los que habla Freud y que escribiría desde el frente: "Querida mamá, cuando te mueras…"[6] Se funde, más que identificarse, en el hombre máquina indestructible. Quiere creer en él. Pero los hechos, sobre todo de guerra, desmontan las utopías.

El hombre olvida también que, aunque fueran de plomo, los soldados de su infancia no tenían existencia más que si eran animados por su propia imaginario –a veces bajo la mirada benévola de su madre. Uno de ellos podía triunfar frente a un ejército entero y ser objeto de pasión del niño, llenándolo de entusiasmo. En otros momentos, ese mismo ejército de figuritas llegaba ser objeto de total indiferencia, cuando el interés del niño se dirigía a otro lado. Hoy el juego es interestelar y el niño de ayer vuelve a encontrar interés por cuanto la realidad de la guerra parece confundirse con las ficciones de sus videojuegos. La crueldad infantil transferida allí se despliega sin límite. Eso no escapa a las madres.

Frente a lo real devastador que se desata por todas partes, las madres atraviesan las guerras como cualquier otro sujeto, adaptándose a lo imprevisible del instante o bien a lo ya sabido del tiempo posterior; y ningún orden social, ningún ideal materno, ninguna moral, ningún concepto psicoanalítico puede reducirlas al hecho de que sean madres. Así pues, las madres son diversas: buenas, malas, tiernas, crueles, comprensivas, intratables, heroicas, cobardes, combativas, derrotistas, rebeldes, sumisas, etc. El destino de sus hijos está a menudo a su cargo exclusivo y ellos también están atrapados, como ellas, en las turbulencias de los caprichos morbosos del Otro guerrero. Veamos algunas coyunturas.

La vida del hijo antes que todo: algunas mujeres han podido, en condiciones extremas en las que su suerte estaba sellada por las circunstancias –convoyes de armenias, deportación de la Shoah– decidir separar su destino irremediable del de su hijo.

Tenemos testimonios de jóvenes madres armenias, atrapadas en "convoyes" de deportación y de exterminio, donde lo que amenazaba –ser humillada, dada, vendida, maltratada, destripada, ejecutada– se hacía íntimo

en un mundo que envolvía, contenía y no era más que abyección. ¿Cómo transmitir lo arbitrario de un degüello, de una ejecución, el drama de estas madres a las cuales arrancan a sus hijos, otras que los "ofrecen" para que vivan, cuando ellas vuelven después a la fila interminable de los muertos vivientes?[7]

Disponemos también de los innumerables testimonios de madres judías que confiaron sus hijos a familias, instituciones, una que se hizo internar en un psiquiátrico para que sus hijos fueran colocados en el Orfanato, otras que suplicaron en plena urgencia de una redada que un transeúnte se llevara a los niños, otras que los dejaron encerrados en un apartamento para que los salvaran. La lista es infinita, de todo lo que han podido inventar estas madres para salvar a sus hijos, separándose de ellos.

El hijo, punto débil de una madre cuando se trataba de entrar en una red de la Resistencia; el riesgo era que el hijo fuera tomado como rehén y amenazado de maltrato. Pero, en el fondo, ¿por qué un padre sería menos sensible a esta cuestión?

Las madres y los secretos que rodean todo lo que concierne las condiciones de su concepción, el momento en que ellos han venido, etc.

Cuando una madre entrega a su hijo al enemigo, lo denuncia, prefiriendo que sea detenido, incluso se muera antes de que otra se lo quite. Es un caso de mi práctica: el hijo y la novia finalmente se salvaron y se casaron. Pero este hijo nunca pudo separarse de esa madre con la cual mantuvo una relación fusional y no pudo jamás hacerle el más mínimo reproche. La paseaba cada fin de semana en su gran auto, que conducía, como decía, ¡"a tumba abierta"!

 

La guerra, las madres, la transmisión

Si bien la Historia es una cuestión de interpretación, se puede decir, con Freud y Lacan, que no hay inconsciente histórico.

A la salida de la II Guerra Mundial los hombres se quedaron atónitos e incapaces de hablar del traumatismo impensable que constituyeron la ignominia del Holocausto en el corazón de la vieja Europa y el horror de Hiroshima.

Se callaron para sobrevivir, satisfaciendo la necesidad de reconciliación aparente, dejando el odio intacto, profundo, abrasador, al quedar contenido en refugios imaginarios. Lacan ha insistido en cómo estos mecanismos de defensa sellan "¡ay!, un destino que se transmite a través de las generaciones"[8]. Y esta frase extraída de El Adolescente de Dostoievski da un relieve singular a esta reflexión: "existen niños que, desde su infancia […] han sido ofendidos por la fealdad moral de sus padres"[9].

 

¿Qué transmisión?

Para esta parte de nuestro trabajo, nuestras reflexiones se apoyan en lo siguiente: el libro notable de un psicólogo israelí, Dan Bar-On, La herencia infernal, que es una transcripción de testimonios que ha recibido en Alemania de hijos e hijas de nazis; los relatos de Marie Chaix, Los laureles del lago de Constanza, cuyo padre era el brazo derecho de Jacques Doriot, uno de los ideólogos franceses principales del colaboracionismo; el libro de Dominique Fernandez, Porfirio y Constance, también colaboracionista; y sobre nuestra práctica a partir de la cual se pueden despejar unos cuantos puntos, elaborados por pacientes en su cura.

En la generación de la posguerra, casi todos los ciudadanos que componen un país –hombres, mujeres y niños– son supervivientes o descendientes de los que han sobrevivido a las guerras que han atravesado y devastado su país.

Hoy, son los hijos, los nietos o bisnietos y bisnietas que soportan estas heridas, para muchos aún abiertas. Son los descendientes de los supervivientes, hechos de los tejidos desgarrados de las guerras. Aunque todos los que han atravesado guerras, tortura, negación de sí mismos o del pueblo al que pertenecían hayan tenido una terrible dificultad para hablar del horror que han podido vivir psicológicamente y en su cuerpo, algo de estas historias se ha transmitido a pesar de todo.

Luego, se plantea, en efecto, saber qué ha podido ser transmitido a los hijos de aquellos cuya ignominia ha sido reconocida y condenada, pero también a aquellos cuyos padres han visto sus exacciones veladas por los Estados, de forma que no llevan nombre, que no han sido inscritas en la conciencia colectiva.

Si el sujeto no tiene más elección que asumir la cuestión originaria del defecto en la transmisión de la castración ¿debe también, de una forma más general, soportar las faltas de sus padres? Pues, si la cobardía paterna es estructural, puede también, por añadidura, expresarse en actos que, marcados por lo real de una conducta, quedarán inscritos en lo colectivo.

El padre, colaborador, verdugo, incluso asesino legal, no es más que una de las versiones de la cobardía paterna. Lo que queda afectado es el padre ideal, marcado por la falta real, que provoca vergüenza. Si bien la culpabilidad está ligada a lo simbólico, la vergüenza, ella, está del lado de lo real. La culpabilidad es lo que deja esperanza de un padre ideal siempre posible; la vergüenza, no.

Dan Bar-On se interroga para saber « qué mensaje de esperanza estos padres han podido transmitir a sus hijos?"[10].

Claro que es posible sobrevivir a la vergüenza, principalmente echando la culpa a los demás: la sociedad, el contexto histórico o el padre. La eficacia misma de este desplazamiento puede faltar cuando al sujeto, al advertir el subterfugio, le retorna la vergüenza en un sentir insoportable.

 

Destinos

A esta falta parental real el sujeto puede a veces identificarse, adoptando actitudes de exclusión, expatriación, reivindicación, militantismo o, por el contrario, arrepentimiento y reparación. Muchos de estos niños, ahora ya adultos, viven replegados, apartados de toda vida social. Otros escriben sobre el fascismo, sobre su padre. Otros han conseguido alojarse en la Universidad donde redactan tesis sobre la historia. Algunos han encontrado una solución en la conversión religiosa. Por último, algunos, pocos, continúan su ruta en grupos extremistas fascistas.

Pero su rasgo común es la soledad. Uno se las tiene que apañar solo, no molestar a los que se esfuerzan por minimizar, olvidar o, en otras partes, celebrar a sus héroes. Estos padres se habrán equivocado; no habría nada más que decir, porque, en el fondo, no serían lo que dicen de ellos. ¡El error es inhumano!

 

La implicación culpable de los padres

¿Qué ha podido determinar a estos hombres y mujeres a convertirse en actores de lo horrible, frente a otros que habían sido « el objeto de una selección deliberada"[11] que apuntaba a su destrucción sistemática? Las tesis son contradictorias. No obstante, no permiten defender el azar, como lo sostiene uno de ellos.[12] Su padre buscaba un jefe : ¡Doriot o De Gaulle ! Para él, como para otros, por otra parte[13], el torpedeo de la flota francesa en Mers- el-Kebir por los ingleses, habría determinado su elección. Salvar el honor de la nación por la elección de la nada. La traición, es el otro quien la comete, primero aquí el inglés y, por asimilación, De Gaulle. Por tanto, la traición es el otro quien la comete. Todo parece comprenderse, el juego de manos tiene éxito, lo cual permite a uno de ellos decir: "habría podido ser asimilado a los justos de la Francia libre, en lugar de ser catalogado entre los traidores de la colaboración"[14]. "La primera responsabilidad está en otra parte"; "la Historia restablecerá la verdad"; "es la derrota la que produce la culpa": todas estas explicaciones apuntan hasta el extremo a justificar al padre y a restablecerlo como padre posible.

Para aquellos que, por el contrario, ponen en el primer plano el reconocimiento de la culpa, la denegación revela la dimensión de verdad del inconsciente: "No vayan a pensar que intento blanquear a mi padre, no es mi intención, no tengo derecho"[15], decía uno de los hijos de nazi.

En cuanto al papel efectivo de los padres, es pertinente separar a los que ocupan puestos de dirigentes o de ideólogos del Estado, de los que están al nivel de ejecutores. Los hijos de los primeros guardan una cierta distancia, un dominio aparente sobre los acontecimientos. Sus recuerdos penosos se refieren a la debacle, al tiempo en que pasaron de hijo de héroe temido y honrado, a hijo de criminal. Es impactante notar que las víctimas no son evocadas más que en espejo de sus heridas internas. Incluso puede que en algunos relatos no se haga referencia a ellos más que de manera alusiva.

Para los hijos de los ejecutores, lo invariable es: « ellos han obedecido órdenes" y la identificación con las víctimas predomina allí. Para ellos, no hay mediación de la función del poder o de la ideología. En cierto modo, son ellos los que han sido designados para asumir la culpa. Son ellos a quienes el grupo quiere mantener en silencio, hasta e incluso en sus procesos psicoterapéuticos o psicoanalíticos. Para aquellos que articularon su demanda en torno a esta cuestión, la respuesta de los terapeutas osciló entre una actitud de consuelo falsamente comprehensiva y una prohibición de hablar sobre este punto que era considerado como un síntoma que obstaculizaba la cura. ¡Asocie, asocie libremente, pero ahórrese sus pesares por su pobre padre que no ha hecho más que cumplir con su deber! Eso, para aquellos que se sintieron rozados por la ética. Al secreto insoportable responde un : no busque saber.

En las familias, esta cuestión del secreto es central, aumentando el muro de la incomprensión y reavivando sentimientos recíprocos de odio. Muy pocos padres hablan de los actos que les reprochan. Al silencio de los padres –padres y madres– viene a responder el de los hijos que son, ellos mismos, muy ambivalentes respecto a este saber que es callado. "Je crains qu'il ne parle" en francés es la forma gramatical adecuada. ["Temo que hable" se expresa en francés bajo la forma de "temo que no hable"]. Embarazados por esta falta de palabra, temen que sobrevenga. "Aunque haya una probabilidad ínfima de enterarse de algo, yo no tomaría este riesgo", decía un paciente. Si unos y otros, padres o hijos, salen de este secreto, tropiezan con el "no querer saber" del otro. Los hijos que han querido forzar esta ley del silencio y que han querido saber, han chocado con la reprobación del grupo, incluso de la familia, y se han encontrado aún más aislados, rechazados.

Aquello con lo cual estos sujetos se han confrontado es con un padre embarazoso, un estorbo. "¿Dónde lo vamos a meter?", se interroga una niña pequeña que se topa por primera vez con su padre, al cual jamás había visto, entre dos gendarmes.[16]

Para otros, es la muerte la que hace pesada la ausencia.

Para algunos, puede tratarse también de un padre amenazante, que nada limitaría en su goce y que podría hacer a sus hijos lo que dicen que hizo a otros: "tenía realmente miedo de que me matara".[17]

Para todos, es un padre que insiste, por defecto.

 

La posición de la madre

En lo que concierne a las diferentes figuras del padre, sean de culpa, traición o desmerecimiento, la posición de la madre en relación con el padre debe ser tomada en consideración en las incidencias que ha podido tener sobre los hijos.

Algunas habrían sido mantenidas apartadas. Son presentadas como inocentes, como "mujeres de deber" que, antes que nada, se habrían consagrado a sus hijos. Identificadas, como ellos como víctimas, forman un bloque dedicado al sacrificio.

Otras siguieron su vida como si no supieran, protegiendo al padre con una pantalla que tendía a enmascarar su implicación.

Algunas impusieron una ruptura de la pareja y anularon, para sus hijos hasta la existencia del padre. "Jamás una palabra contra el colaborador, el adúltero, ninguna palabra de censura habría tiranizado tanto como el silencio frío de sus ojos"[18].

Por último, algunas se opusieron a la implicación de sus maridos. Son sus hijos aquellos que progresaron más en relación a las cuestiones sobre su padre y que se han dedicado más a la búsqueda de la verdad.

Veamos dos figuras:

 

Una narradora incomparable

Hanns-Josef tiene 27 años cuando decide enterarse de lo que ocurrió para su madre durante la guerra, en una pequeña ciudad alemana, Knippen, donde dirigía la biblioteca de una institución religiosa y apoyaba un movimiento local de oposición al auge del nazismo. ¿Cómo es que, en la tormenta, esta mujer acabó casándose con uno de los jóvenes miembros de las SA (Sturm-Abteilungen)? Hanns-Joseph es el hijo único de esta pareja. Para dejar de ser "el oyente ingenuo" de su madre, hará lo que siempre se negó a hacer: encontrarse con personas de la ciudad donde todo se jugó para sus padres.

Ha escuchado frecuentemente relatos sobre este pasado; sin embargo no sabe nada decisivo. A los cuarenta años publica un libro, El seto, que comienzo por esta constatación: su madre, a pesar de ser una narradora incomparable e infatigable, jamás ha podido abordar el pasado más que a través de un embrollo del discurso, cuyo efecto es producir confusión en el que lo recibe. Eso es lo que dice: "Con mi madre, hablamos mucho y ella cuida que no haya ningún tiempo hueco. A veces preferiría que se callara un momento, pero esta idea no se le ocurriría jamás. […] Una pausa rompería irrevocablemente el transcurso de una conversación. Mi madre no entiende de pausas, allí está el problema […] Cuando cuenta una historia, volverá a contar esta historia siempre de la misma forma, todas las veces que se le pida. Utilizará las mismas palabras, mencionará los mismos detalles, mantendrá las mismas valoraciones. […] Sí, así es como habla mi madre."[19]

He aquí una madre que no se niega a hablar con su hijo de este período sobre el cual muchos se callan. Pero el hijo ya conoce todos estos relatos, que ha oído innumerables veces. Apuntan a algo importante y luego lo pierden de vista. ¿Cómo interrumpirla? ¿Cómo atravesar el grueso muro de este silencio charlatán? ¿Por qué nació seis años después de la guerra? Acabará por descubrirlo. Su madre en los últimos días de la guerra había visto a su hijo morir en sus brazos por la explosión de un obús. Después, siguieron dos abortos naturales. Al final de la guerra ella no quiso irse de su pueblo, pasaba sus días en el cementerio ante la tumba de su hijo, no hablaba con nadie, estaba como "sepultada en sí misma". El nacimiento de Hanns-Joseph fue complicado; temieron por la vida de la madre y por la del hijo. Nació una mañana, al alba, y ella prometió a sí misma no abandonarlo jamás, borrar los recuerdos, tachar el pasado. Son promesas que lo cotidiano desmonta. Entonces ella se inventó un espacio imaginario donde podía permanecer pegada a él, envolviéndolo con estas palabras, siempre las mismas, inmutables. Era este espacio imaginario, en el que ella lo llevaba a todas partes con ella, lo que le era imposible deshacer. No obstante, debía cada día acompañarla al cementerio, a la tumba de su hermano. Durante mucho tiempo, no se opuso a ello. Cuando lo hizo, algo de la relación con su madre se alteró y no pudieron salir de este discurso, siempre el mismo y que no expresaba nada más que el aislamiento, el emparedamiento en el que estaba esta madre. La historia de la guerra estaba enterrada en lo más íntimo de su pérdida insuperable.

 

El padre siempre perdonado

Los padres de Marie eran jóvenes, guapos y felices, con sus tres hijos y el puesto de director de fábrica que su padre ocupaba. El Frente Popular y el comunismo los asustaron y el padre adhirió al joven partido anticomunista, fundado por Doriot. La política y la colaboración invadieron todo; a la vez vivían "a lo grande". Marie nació en 1942 y se define como "una hija de la colaboración". El final de la guerra, la derrota del ejército alemán, el derrumbamiento del régimen de Vichy, el arresto de su padre, la desolación de su madre… Ella se aferrará a su hija, dormirán juntas, le hablará todos los días de su padre por lo mucho que lo echa de menos ella, la madre. La llevará a todos los trámites administrativos para "ayudar al padre", defenderlo. El pueblo quiere la cabeza del padre; la salvará in extremis. Una mañana, más temprano que de costumbre, la madre la pone guapa y la arrastra a un edificio de la policía. Un hombre es introducido en el despacho, entre dos agentes. "Mi madre se arroja sobre él con un grito que yo no conocía. Se queda apretada contra él. Cuando lo suelta, él se vuelve hacia mí y me dice: '¿No me dices buenos días?'. Le tiendo la mano y le digo: 'Buenos días, Señor'. Era mi padre, no me dio miedo… Hubo que separarse, por muy numerosos años."[20]

Un breve diálogo madre-hija a la salida de la prisión:

  • ¿No lo has reconocido?
  • Nunca lo había visto.
  • ¡La próxima vez no le dirás "Señor", verdad!
  • ¿Cuándo lo volveremos a ver?
  • Nosotras iremos a verlo. Está prisionero. No puede vivir con nosotros. Habrá que quererlo mucho, rezar.
  • Y –replica la niña– ¡comerse la sopa, ir a misa, lavarse las manos y quererte a ti!
  • Sí, también eso.

La posguerra instaló su clima. La niña pequeña se hizo un mundo cerrado donde no penetraban los ruidos que concernían al padre. Todo el mundo hacía como si no supiera nada; "jamás me trataron de hija de colaboracionista".

"Todas las infancias tienen un jardín. […] Me hundí en la espesura del ramaje del mío […] para huir de ese padre desconocido, que regresó demasiado tarde del viaje."[21]

 

El amor del padre, más allá de la falta y de las madres

"Antes de saber, quería olvidar"[22] es una fórmula que pocas personas hacen suya, si bien la experiencia muestra que la elección exhibida de saber se topa con una voluntad decidida de no saber.

Olvidar, reparar, para que el amor hacia el padre sea aún posible, para hacerlo existir más allá de la falta grave cometida, más allá de la muerte. Allí está la ilusión, la falta ética que deja a estos sujetos con un imposible de soportar.

Pero esta cuestión del olvido también nos concierne. No es únicamente el asunto de algunos, designados aparentemente para encarnarlo: "Aunque sobre la escena privada el olvido sea una necesidad, en la escena social el olvido es una traición", escribe Francine Beddock[23].

Queda por hacer valer el optimismo de Freud o, más bien, su esperanza: persiste siempre algo que la guerra, que la más atroz de las barbaries, no puede destruir de la civilización, de las huellas de una cultura.

Sin embargo, es a lo que las guerras siempre –en el pasado y aún hoy– apuntan: a la destrucción de las huellas, de las herencias de los pueblos, de las religiones, de los reagrupamientos sociales, de lo que formaba un "parentesco". En esto, la guerra es deprecio de la vida, insulto a la "maternidad".

Lo desconocido de las madres del soldado desconocido es el título que he dado a esta Conferencia, para decir que, tratándose tanto de madres, como de hijos o hijas, hay que separarlos del grupo que puede identificarlos bajo unos S1 predeterminados por el amo, y no solamente del que preside la guerra.

NOTAS

  1. Fraisse G., Violence, Les cahiers du GRIF, 1976, n° 14/15, p. 34-38.
  2. Idem.
  3. Idem.
  4. LACAN, J., Seminario 8, La transferencia, Buenos Aires, Paidós, 2003, p. 236.
  5. DUMEZIL G., El destino del guerrero, México, Siglo XXI, 1971.
  6. FREUD S., « Consideraciones de actualidad sobre la guerra y la muerte », Obras Completas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1981, vol. II, p. 2110.
  7. Toranian V., L'étrangère. Paris, Flammarion, 2015, 238 p.
  8. Lacan, J., « La psiquiatría inglesa y la guerra ». Otros escritos, Buenos Aires, Paidós, 2012, p. 113.
  9. Dostoïevski F., L'adolescent, Paris, Gallimard, col. Folio classique, 1956, 650 p.
  10. Bar-On D. - L'héritage infernal, Paris, Eshel, 1991, p. 13.
  11. Idem, p. 11.
  12. Fernandez D., Porfirio et Constance. Paris, Grasset, 1991, 501 p.
  13. Chaix M., Les lauriers du lac de Constance. Paris, Seuil., Collection Points, 1974, p. 250.
  14. Fernandez D., op. cit., p. 469.
  15. Bar-On D., op. cit., p. 61.
  16. Chaix M. - Les lauriers du lac de Constance. Op. cit. p. 179.
  17. Bar-On Dannh, L'héritage infernal, Op. cit., p. 97.
  18. Fernandez D., op. cit., p. 477.
  19. Ortheil Hanns-Joseph, La haie, Arles, Actes sud, 1991, p. 22.
  20. Chaix M., op. cit. p. 178.
  21. Idem, p. 181.
  22. Idem, p. 248.
  23. Beddock F. - L'héritage de l'oubli. Z'éditions ed. , Nice, Collection Trames, 1989, 114 p.
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